Hay sólo una propuesta y sólo una provisión de Dios para el hombre: Cristo. Esta vida espiritual no viene a nosotros como una idea o una forma de pensar, sino como la vida misma de Dios apareciendo en nuestro interior por la fe.
Jesús dijo en Juan 6:53-58:
“De cierto, de cierto os digo: Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero. Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo en él. Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por mí. Este es el pan que descendió del cielo; no como vuestros padres comieron el maná, y murieron; el que come de este pan, vivirá eternamente.”
Es necesario reconocer que nuestra mente carnal y natural no puede entender estas palabras, por más que sean verdaderas en Dios. Pero la vida espiritual no llega a nosotros por la capacidad de nuestros razonamientos, sino por la fe en Cristo Jesús, la cual aparece en nosotros como una viva certeza de que esa vida necesitamos.
¿Cómo ve Dios al hombre fuera de esa vida espiritual? Nuestra condición fuera de Cristo es de tal ignorancia, que toda nuestra mente rechaza la verdad; la desprecia y la desecha.
1 Corintios 2:14 dice:
“Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente.”
Isaías 53:3-4 dice:
“Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos. Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido.”
Ver en nosotros esta condición y diagnóstico es sumamente relevante. Todos nosotros fuimos aquellos que despreciaron a Cristo, porque no lo consideramos útil o funcional a nuestras expectativas y planes. Desechamos a Cristo, porque pudimos haber usado algo de Dios para proveernos a nosotros mismos algún bien, pero lo dejamos de lado de todas formas. Esa es la condición del alma humana sin vida espiritual. Reconocerlo nos ayudará a ver más claramente la gloria del evangelio y el poder que se abre camino en un corazón que presenta verdadera fe.
Dios quiso dar a conocer al mundo su verdadero estado, de manera que envió a Su Hijo al mundo. Jesús habló una y otra vez de la dureza del corazón humano y de la imposibilidad del hombre para llegar a Dios con su propia justicia. Cuando Jesús fue a la cruz, reveló el diagnóstico de Dios: estamos muertos, somos polvo, somos enemigos de Dios y ningún camino que podamos abrir con nuestras fuerzas nos llevará a la vida. ¿Cómo reacciona el corazón humano ante la cruz? Se esconde y escapa de la voz que puede conducirle. Si podemos reconocer que nuestra alma no se ve atraída a la voz de Dios, entonces podremos reconocer esa vida y certeza que clama en nosotros por conocerle y recibirle en verdad.
Es coherente reconocer que todos nosotros escondimos de Él nuestro rostro, lo menospreciamos y no lo estimamos. Si lo hacemos, comprenderemos que ese “yo” que sólo busca lo que le interesa en función de una vida terrenal y material, debe ser quitado de en medio. En la Cruz de Cristo se nos ofrece una nueva vida, con una nueva naturaleza. Cuando recibimos esa salvación por fe, recibimos a Cristo mismo en nuestros corazones. Quizá lo podemos experimentar como un pequeño silbo o brisa, como una semilla pequeña o un pequeño renuevo, pero desde el inicio esa vida es verdadera y todo lo que está fuera de Él es muerte, falsedad y vanidad.
Cristo es amor verdadero. Un amor que gobierna por naturaleza. Un amor que no hace acepción de persona porque no busca lo suyo. Es amabilidad, mansedumbre y santidad. Si queremos ver a Cristo, debemos buscar esa luz que aparece en nuestros corazones, y nos atrae a una vida santa que agrada a Dios. Esa luz aparece y nos hace saber que somos niños ante Dios, porque no sabemos andar ni vivir verdaderamente. Nos coloca en plena dependencia de nuestro Padre celestial. Despierta un clamor de libertad cuando vemos dolorosamente en cuánta esclavitud y tiniebla se encuentra nuestra alma y cuán alejados estamos hoy de la verdad a la cual somos llamados.
La luz revela todo lo que en nosotros es contrario a Cristo, a la verdad y a la justicia. No debemos escapar de esa luz, aunque sea débil o pequeña. Esa luz debe ser amada y abrazada, porque viene a producir libertad y no condenación. El diagnóstico de Dios viene para revelar lo que en nosotros fue condenado. Si preferimos conservar lo que es condenado, moriremos, pero si abrazamos la luz y amamos el juicio de Dios, seremos vivificados por su amor y gracia.
De la misma manera en que Dios, al crear el universo dijo “sea la luz”, Cristo apareció en nuestros corazones por medio de la fe. De la misma forma en que aquella creación estaba desordenada y vacía, nuestros corazones están llenos de injusticia que debe ser revelada y puesta en evidencia para recibir el justo trato de la Cruz de Cristo. Esa luz revelará cuáles son las voluntades a las cuales responden nuestras almas, y cuál es el fin a la cual nos conducen si seguimos en ellas. La vida espiritual crecerá hasta mostrar las diversas raíces que producen como fruto pensamientos que nada tienen que ver con Dios, aunque se vistan de piedad o aparenten veracidad.
Romanos 8:1-14 dice:
“Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu. Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte. Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne; para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu. Porque los que son de la carne piensan en las cosas de la carne; pero los que son del Espíritu, en las cosas del Espíritu. Porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz. Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden; y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios. Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él. Pero si Cristo está en vosotros, el cuerpo en verdad está muerto a causa del pecado, mas el espíritu vive a causa de la justicia. Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros. Así que, hermanos, deudores somos, no a la carne, para que vivamos conforme a la carne; porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis. Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios.”
¿Estaríamos dispuestos a seguir en una vida de muerte si vemos claramente que estábamos muertos? ¿Por qué habríamos de preferir la esclavitud cuando ha sido expuesta y se nos provee la libertad verdadera?
Jesús dijo en Mateo 13:44:
“Además, el reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo, el cual un hombre halla, y lo esconde de nuevo; y gozoso por ello va y vende todo lo que tiene, y compra aquel campo.”
Esta parábola de Jesús, que habla sobre el reino de los cielos, pone en evidencia una poderosa realidad que se experimenta en el corazón de aquellos que reciben las buenas noticias del evangelio. Sabemos que estamos viendo la verdad del evangelio, porque lo que nos muestra es un tesoro imposible de alcanzar con nuestras fuerzas. No podemos pagar por el tesoro, pero podemos dejar atrás todo lo que teníamos hasta hoy, para comprar ese terreno. La verdadera vida en Cristo es incompatible con aquella pasada manera de vivir. Es posible que debamos aceptar los dolores y tristezas que produce la luz y la verdad del evangelio en nuestros corazones, pero todo eso viene de una entrega total con un gozo inexplicable. El corazón que comprende su condición fuera de Dios y lo provisto por Jesucristo en esa cruz, se regocija y corre eficazmente para dejarlo todo por causa de Él.