Cuando vamos a la Cruz de Cristo y escuchamos su mensaje, comprendemos claramente que estábamos muertos y que solo quien recibe vida por medio de Jesucristo tiene verdadera vida.
Juan 10:7-10 dice:
“Volvió, pues, Jesús a decirles: De cierto, de cierto os digo: Yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que antes de mí vinieron, ladrones son y salteadores; pero no los oyeron las ovejas. Yo soy la puerta; el que por mí entrare, será salvo; y entrará, y saldrá, y hallará pastos. El ladrón no viene sino para hurtar y matar y destruir; yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia”.
Antes no sabíamos que esta era nuestra condición. Nuestras almas vivían una vida falsa. Es necesario que la luz del evangelio penetre en nuestros corazones revelando esta verdad, aunque produzca conflicto y confrontación en nosotros. Debemos entregarnos al trato de Dios en nuestro interior con plena confianza. No podemos ser transformados por la palabra de verdad si no confiamos en quien nos llama.
Cuando la palabra de verdad empieza a crecer en un corazón, desarma y desnuda toda falsedad. ¿Cuál es el origen de nuestra confianza en Dios? En primer lugar, tenemos confianza en la fe que nos ha traído hasta aquí. Si tenemos fe en Dios y en la provisión de vida que nos otorgó el sacrificio de su Hijo, es evidencia de que todo lo que Él hará en nosotros es una expresión de amor. Confiamos en Él porque solo Él sabe cómo darnos vida verdadera. Confiamos en Él más allá de los dolores y las dificultades del camino, porque Él no nos llamó por nuestras capacidades o fuerzas, sino porque proveyó una puerta, un camino, las fuerzas y la dirección para llegar al destino.
Reconociendo el progreso de la palabra en nuestros corazones
La palabra viene a producir separación y división, exponiendo todo lo que pertenece a una vida falsa y a una naturaleza enemiga de Dios. Esta palabra nos humilla y avergüenza, nos expone al dolor del tiempo pasado, pero no nos deja en derrota y humillación, sino que revela el rescate que nos fue propuesto por Dios en Cristo Jesús.
El hombre sin Dios:
- Sigue la corriente del mundo.
- Obedece la voluntad de la carne, amando más el pecado y los placeres del mundo que a Dios.
- Busca saciar sus vacíos sin tener en cuenta a Dios y rechazando Sus caminos.
- Obedece la voluntad de los pensamientos, creyéndose sabio en su propia opinión y confiando en su propio consejo.
- Intenta con sus propias fuerzas producir justicia y equidad, pero, aunque no lo logra, persiste en su propio orgullo y soberbia.
- Está dispuesto a reconocer sus errores, pero se oculta en falsas formas de humildad que solo buscan mantener el control falso que lo ha conducido hasta el presente.
Si al leer estas palabras tu mente busca escapar con excusas o explicaciones racionales, entonces la palabra del evangelio encontrará oposición en tu corazón. Todos nosotros debemos reconocer que esta es la condición de nuestras propias almas. Todos fuimos llamados a salir de esas conductas formadas en nuestro “primer nacimiento”. Por eso, el evangelio solo tiene una propuesta para nosotros: un nuevo y verdadero nacimiento.
Filipenses 3:17-20 dice:
“Hermanos, sed imitadores de mí, y mirad a los que así se conducen según el ejemplo que tenéis en nosotros. Porque por ahí andan muchos, de los cuales os dije muchas veces, y aun ahora lo digo llorando, que son enemigos de la cruz de Cristo; el fin de los cuales será perdición, cuyo dios es el vientre, y cuya gloria es su vergüenza; que solo piensan en lo terrenal. Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo…”.
El hombre natural es aquel cuyo dios es su propio vientre. Siempre busca su propio placer y beneficio. Aún intenta acudir a Dios para sentir alivio personal de todo lo que le acusa, pero nunca puede, por sus propios medios, dejar atrás los deseos que lo dominan y gobiernan.
Mateo 16:21-26 dice:
“Desde entonces comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que le era necesario ir a Jerusalén y padecer mucho de los ancianos, de los principales sacerdotes y de los escribas; y ser muerto, y resucitar al tercer día. Entonces Pedro, tomándolo aparte, comenzó a reconvenirle, diciendo: Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca. Pero él, volviéndose, dijo a Pedro: ¡Quítate de delante de mí, Satanás!; me eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres. Entonces Jesús dijo a sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará. Porque ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?”.
Nosotros mismos éramos incapaces de comprender nuestra propia condición y, por lo tanto, incapaces de pedir a Dios lo que necesitábamos recibir. ¿A qué se refería Jesús cuando dijo “el que quiera salvar su vida la perderá”? Existe en nuestros corazones una tendencia a buscar una forma de salvación que perpetúe la vida que hemos llevado hasta aquí. El evangelio empieza su obra en un corazón que admite, por fe, que esa antigua vida era enemistad con Dios y muerte. Esa vida, ese “yo”, esa manera de vivir, no puede ser salvada. El que quiera conservar esa vida, no tiene lugar en el evangelio. La fe nos conduce a saber que Dios ha provisto una puerta y un camino, en el cual algo será perdido: nuestro “yo”, para que una nueva criatura, un nuevo nacimiento, pueda darse a conocer.
La verdadera libertad en el evangelio
Desde el primer impulso de seguir a Jesús, desde la misma intención que nos atrae a su llamado, debemos aceptar claramente a dónde vamos y qué libertad nos otorgará el evangelio de verdad. Si en verdad aceptamos la luz del evangelio, sabremos que mostrará todo aquello que Dios desecha y condena, para que sea llevado a la muerte y sepultura, y para que en nosotros sea revelada la vida y la verdad de Cristo.